El predicador debe personificar el evangelio. Sus divinas características más distintivas, deben ser incluidas en él. El poder restrictivo del amor debe estar en el predicador como una fuerza saliente, excéntrica, y auto-inconsciente. La energía de la abnegación debe estar en su ser, su corazón, su sangre y sus huesos. Él tiene que salir como un hombre entre los hombres, vestidos de humildad, permaneciendo en la mansedumbre, sabio como una serpiente, inocente como una paloma; los lazos de un criado con el espíritu de un rey, un rey con una conducta alta, real, e independiente, pero con la sencillez y la dulzura de un niño. El predicador debe arrojarse con todo el abandono de una fe perfecta, auto-vaciada y un celo que se consume a sí mismo, en su trabajo por la salvación de los hombres. Mártires intrépidos, compasivos e heroicos, deben ser los hombres que aguantan y dan forma a una generación para Dios. Si son unos timidos ahorradores de tiempo, si son hombres que quieren agradar a hombres o les temen a hombres, si su fe tiene una débil espera en Dios o en su Palabra, si su negación es rota por cualquiera de las fases de sí mismo o del mundo, no pueden apoderarse de la Iglesia ni del mundo para Dios.
EM Bounds, Poder a través de la Oración, 1907, p2-14